Hª de España-2ºBach. Tema VI: Transformaciones económicas y sociales enel S.XIX
Profesor: Felipe Lorenzana de la Puente.
TEMA VI: TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES EN EL SIGLO XIX
VI.1. LA REFORMA AGRARIA LIBERAL EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
VI.1.1. LA AGRICULTURA Y LA PROPIEDAD DE LA TIERRA ANTES DE LA REFORMA LIBERAL
Ya sabemos que la agricultura era la principal fuente de riqueza del país durante el Antiguo Régimen y hasta bien entrado el siglo XIX. Tras la crisis del XVII, la producción agraria creció al tiempo que lo hizo el incremento demográfico en el siglo XVIII, pero no lo suficiente, debido a estas limitaciones:
1- Técnicas agrarias rudimentarias, que apenas habían avanzado desde la Edad Media, y escasa formación del campesinado.
2- Preferencia dada a la ganadería a la hora de aprovechar las tierras.
3- Escasas inversiones que se hacían para mejorar la productividad. El objetivo era obtener la renta boba con unos costes mínimos de producción.
4- Concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos, que además no la trabajan directamente, confiando su labor en jornaleros mal remunerados y nada incentivados para mejorar la producción.
5- Régimen de propiedad con dominio de las tierras vinculadas a las familias poderosas (mayorazgos), el estamento eclesiástico (mano muerta) y a los ayuntamientos (propios, comunes y ejidos). Las propiedades vinculadas o amortizadas no estaban bien explotadas por lo dicho anteriormente. La propiedad privada libre tenía un peso mucho menor; en ella se obtenían mejores rendimientos, pero no podía aumentar porque la legislación prohibía la venta de las tierras vinculadas.
Los gobiernos ilustrados intentaron poner remedio a esta situación y propiciar un crecimiento de la producción agraria. De esta forma, se dictaron leyes que limitaban la creación de mayorazgos, se inició una tímida desamortización de las tierras de la Iglesia y de las propiedades municipales que no se explotaban (baldíos), y se atajaron los abusos de la Mesta. Pero la Reforma Agraria tuvo un alcance muy limitado, pues no se atrevieron a profundizar en estas medidas, apenas se tocaron los intereses de los privilegiados y el miedo a que se desatara una revolución como la francesa de 1789 paralizó la Reforma a finales del siglo XVIII.
Las experiencias liberales anteriores al reinado de Isabel II retomaron la cuestión de la reforma agraria. Tanto las Cortes de Cádiz (1810-1813) como las del Trienio Liberal (1820-1823) abolieron el régimen señorial, desvincularon la propiedad nobiliaria, diseñaron el reparto de los bienes de propios y comunales e iniciaron la desamortización de las tierras de la Iglesia, pero no resolvieron el acceso del campesinado a la propiedad y, de todas formas, las reacciones absolutistas en 1814 y 1823 truncaron las reformas. La cuestión agraria y su problemática fue heredada en toda su extensión por los gobiernos liberales a partir de 1833.
VI.1.2. LA REFORMA AGRARIA LIBERAL: LAS DESAMORTIZACIONES
La transición al capitalismo se inició en España con la reforma agraria liberal, cuyo propósito esencial era la potenciación de la producción de alimentos, tan necesaria en un país que experimentaba un crecimiento demográfico continuo. La vía de solución intentará establecer un compromiso entre los poseedores de la tierra en el Antiguo Régimen (la aristocracia) y los nuevos detentadores del poder (la burguesía). A los primeros se les respetarán sus propiedades, y los segundos serán quienes se aprovechen de la desamortización.
Los procedimientos seguidos para llevar a cabo la reforma fueron dos: la abolición definitiva del régimen señorial y las desamortizaciones. Con el fin de los señoríos desapareció la jurisdicción de sus titulares sobre multitud de poblaciones de toda España, que pasaron a ser gobernadas directamente por el Estado. Pero la propiedad de las tierras sujetas al señorío fue entregada a sus señores en calidad de bienes libres privados, siendo desoídas las reclamaciones del campesinado, que las había trabajado durante siglos. Los mayorazgos también desaparecieron y sus bienes se consideraron propiedad particular de sus titulares. La nobleza, pues, perdió el privilegio de la vinculación y los derechos señoriales, pero no la propiedad de la tierra.
La desamortización es un acto jurídico por el que los bienes vinculados o amortizados, aquellos que por estar en manos de instituciones (la Iglesia, los municipios) no podían ser enajenados (vendidos), pasan a ser considerados libres, de propiedad particular, y a continuación confiscados por el Estado (bienes nacionales) y puestos a la venta en pública subasta y adjudicados al mejor postor. Durante el reinado de Isabel II se desarrollaron dos grandes procesos desamortizadores:
a- La Desamortización eclesiástica de Mendizábal: El gobierno progresista de Juan Álvarez de Mendizábal expide, a lo largo de 1836 y 1837, un decreto y una ley por los que nacionaliza (apropiación por el Estado) los bienes del clero regular (las órdenes religiosas), estableciendo su tasación, subasta y venta a particulares. La finalidad era reducir la deuda del Estado, pagar los gastos de la guerra contra los carlistas y favorecer la producción agraria al pasar los bienes de la mano muerta, que generaba escasos beneficios, a propietarios particulares que las explotarían con mejor criterio. Mendizábal abolió igualmente una lacra histórica llamada Honrado Concejo de la Mesta. Las tierras expropiadas se vendieron a precios no muy elevados y podían ser pagadas al Estado en efectivo o en cómodos plazos durante quince años. La regencia de Espartero amplió en 1841 la desamortización a los bienes del clero secular (iglesias, parroquias, catedrales), comprometiéndose el Estado a mantener a los curas para garantizar la continuación del culto católico. El gobierno moderado instaurado en 1843 suspenderá el proceso, pero no devolvió a la Iglesia los bienes que ya habían sido vendidos.
b- La Desamortización civil de Madoz: El ministro de Hacienda del Bienio Progresista, Pascual Madoz, impulsó la ley que en 1855 completó la desamortización eclesiástica y sacó a la venta pública todos los bienes rústicos y urbanos pertenecientes a los propios y comunes de los municipios. Desde la Edad Media, los propios habían sido alquilados por los ayuntamientos para costear los servicios públicos, y los comunes (prados, dehesas, bosques…) se repartían entre los vecinos o eran disfrutados de forma gratuita por la comunidad. Desde ahora serán propiedad privada de sus compradores. Como antes había ocurrido con la Iglesia, los municipios perderán sus recursos; con su patrimonio pierden también definitivamente su autonomía (habrán de ser mantenidos por el Estado) y su importancia política.
Consecuencias: los objetivos de las desamortizaciones fueron remediar el déficit crónico de la Hacienda pública, ya que el dinero de las ventas era ingresado por el Estado, y asentar la propiedad individual ampliando el número de propietarios, lo cual generaría una mayor riqueza agraria al aumentar la producción. Se estima que se sacaron a la venta unos 10 millones de hectáreas, lo que representaba el 20% del territorio español y el 40% de la tierra cultivable. La producción, efectivamente, se incrementó de forma muy notable al ponerse en cultivo nuevas tierras y mejorar algo los rendimientos de las que ya se labraban. También se amplió y se diversificó el número de propietarios. Sin embargo, no se consiguió que la mayoría de los campesinos, que carecían de recursos para acudir a las subastas, accedieran a la propiedad de las tierras. Su situación se deterioró: al perder los terrenos comunales del municipio, no les quedaría más remedio que trabajar como temporeros de los nuevos propietarios: la burguesía agraria latifundista, los caciques en suma; es lo que se ha venido a llamar la proletarización del campesinado. En definitiva, se solucionó el tema de la propiedad, pero se generó un problema social en el campo. El hambre de tierra, el paro y la pobreza generaron numerosos conflictos en todo el país; el problema permanecerá latente y sin solución aparente hasta la II República (1931-1939).
La evolución de la agricultura española en la segunda mitad del siglo XIX fue, a grandes rasgos, positiva. La producción de los frutos tradicionales, que eran también los principales artículos de exportación, se incrementó: cereales, aceite de oliva y, sobre todo, el vino, beneficiándonos de la enfermedad (la filoxera) que destruyó los viñedos de nuestro principal competidor, Francia (más tarde llegaría también a España). También se extendieron cultivos que habían tenido escasa implantación y eran fácilmente comercializados para la industria: el maíz, la patata, el arroz, la seda, el azúcar, etc. Se generalizó el empleo de fertilizantes (como el nitrato de Chile) y se extendió el regadío en el litoral mediterráneo, pero la introducción de la maquinaria aún habrá de esperar. El aumento de la producción fue motivado por el incremento de la tierra cultivable, pues los rendimientos continuaron siendo bajos y el campo aún absorbía mucha mano de obra en condiciones precarias. De hecho, aunque la agricultura ya sólo representaba a finales de siglo la tercera parte de la riqueza nacional, todavía ocupaba a más de dos tercios de la población activa.
VI.2. TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES EN LA ESPAÑA DE MEDIADOS DEL SIGLO XIX
VI.2.1. ESPAÑA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y DE LOS TRANSPORTES
Se ha considerado habitualmente que la Revolución Industrial, que ya se había extendido a los principales países europeos, fracasó en España en el siglo XIX, aunque hubo algunos avances. Las causas del fracaso son la debilidad de la demanda (insuficiente crecimiento demográfico y escasa capacidad adquisitiva de la mayoría de la población), la raquítica capacidad inversora de la burguesía (más aficionada a los negocios especulativos -compra de tierras, de títulos de deuda pública, etc.- que a los industriales) y la dependencia de la tecnología y de los capitales extranjeros.
La industria textil, sector considerado básico en el despegue industrial, se centró en Cataluña y se nutrió de tecnología británica. La pérdida del mercado colonial americano hizo que los productores se fijaran más en el mercado nacional, pero fue necesario que el gobierno aplicar políticas proteccionistas que evitaran la competencia de los artículos del exterior. A mediados de siglo sufre una aguda crisis, ya que su principal materia prima, el algodón, dejó de importarse debido a la guerra civil en Estados Unidos, su mayor abastecedor, y los inversores prefirieron orientar sus capitales hacia el ferrocarril y la compra de tierras desamortizadas. Se recupera a partir de 1870 y se diversifica gracias al mayor uso de la lana como materia prima. El otro sector clave en la expansión industrial era la siderurgia, pero también hubo de lidiar con un mercado escaso y unos costes energéticos elevados. Se desarrolla en primer lugar en Andalucía, pero pronto deriva hacia Asturias y el País Vasco, regiones más ricas en materia prima (hierro) y fuentes energéticas (el carbón). Cataluña y Vizcaya, en definitiva, se consolidan como las principales áreas industriales de España.
La minería era importante en recursos, pero estaba deficientemente explotada por la debilidad de la demanda industrial, la falta de capitales y de tecnología. Los extranjeros se apropiarían pronto de la gestión de las minas y su producción se dedicaría sobre todo, como en cualquier país bananero, a la exportación (por ejemplo, el 85% del hierro), por lo que sus principales beneficios no se quedaron en España. La extracción de hierro se centró en la cuenca vizcaína, y aunque se hacía en función de los intereses británicos, la infraestructura instalada contribuiría a su desarrollo industrial y financiero. Los mismos actores (ingleses) y la misma política (exportar) se repitieron en las minas de cobre de Huelva (Riotinto, sobre todo). Para no ser menos, la mina de mercurio de Almadén, única en Europa occidental, también pasó a manos extranjeras. Finalmente, la minería del carbón comenzó a adquirir relevancia a finales de siglo y pronto se convirtió en la más importante.
El desarrollo de los transportes fue al ritmo de la industria y el comercio, a quienes pretendía beneficiar, es decir, lento. La tarea era monumental, ya que la situación de los transportes y de las comunicaciones en España era poco menos que calamitosa. Si no se mejoraba, era inútil el esfuerzo industrial y el comercio interior continuaría desarticulado.
Ya en el XVIII se ideó la red radial de caminos carreteros y en torno a 1840 se inicia un nuevo impulso a las carreteras, llegándose a los 2.000 kilómetros de trazado, lo que tampoco era como para tirar cohetes. La niña bonita de la época, el símbolo del progreso, era, sin duda, el ferrocarril, y a él se destinaron los mayores esfuerzos para intentar compensar la ventaja que ya nos llevaban casi todos los países avanzados. Su desarrollo interesaba a casi todos los sectores de una economía encaminada hacia el capitalismo. Ante todo, serviría para agilizar el comercio al recortar las distancias y comunicar las distintas regiones del país, facilitaría los movimientos de la población y favorecería el desarrollo económico en múltiples facetas: la industria siderúrgica (fabricación de raíles), la construcción (túneles, puentes, estaciones), la banca (inversión de capitales), la tecnología (máquinas), la minería del carbón (combustible de las locomotoras), etc. El capital y la tecnología extranjeros (franceses sobre todo) jugaron un papel nuevamente decisivos, pero acabaría estimulando también la inversión nacional. Los primeros tramos construidos se situaron en las zonas más industrializadas: Barcelona-Mataró (1848), Madrid-Aranjuez (1851) y Langreo-Gijón (1855). En los 10 años posteriores se tendieron 5.000 kilómetros de vías, y el desarrollo hubiera sido mayor de haber habido un tejido industrial más denso.
VI.2.2. OTROS SECTORES PRODUCTIVOS EN EL SIGLO XIX: LA BANCA Y EL COMERCIO
Los orígenes del moderno sistema financiero español se hallan en la creación del Banco Nacional de San Carlos en 1782. Reconstituido en 1829 como Banco Nacional de San Fernando, se ocuparía de centralizar las operaciones de crédito del Estado, en especial la gestión de la deuda pública. Ya con el nombre definitivo de Banco de España desde 1856, se ocupará también de la emisión de la moneda (el real desde 1848 y la peseta desde 1868) y de controlar a la banca privada, que comenzó su andadura en las zonas más industrializadas. De hecho, los primeros bancos fueron el de Barcelona y el de Bilbao. En Madrid, por otra parte, se estableció en 1831 la Bolsa de Comercio como mercado especializado en la compraventa de valores, lo que favoreció el desarrollo de las sociedades anónimas y ayudó a canalizar las inversiones en los ferrocarriles. En cuanto a las Cajas de Ahorro, tienen su origen en los Montes de Piedad, que en principio eran entidades de carácter asistencial. Sin perder nunca su vertiente social, las cajas conocen un gran desarrollo en la segunda mitad del siglo.
El comercio interior continuó siendo la gran asignatura pendiente de la economía española, a causa de la debilidad de la demanda interna y de la lentitud en construir unas redes de transporte modernas. El comercio exterior fue deficitario: las exportaciones más cuantiosas eran las de productos agrarios y, al igual que ocurre en los países poco desarrollados, las materias primas. Sólo el fortalecimiento de la industria catalana dio alegría a las exportaciones de manufacturas a partir de los últimos lustros del siglo. Para evitar la invasión de productos extranjeros importados y mimar la industria nacional, los gobiernos hubieron de adoptar severas políticas proteccionistas.
VI.2.3. LOS CAMBIOS SOCIALES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
El crecimiento demográfico español durante el siglo XIX fue considerable, pues se pasó de 11 millones de habitantes en 1800 a 18 en 1900, pero aún así fue más lento que en la mayoría de los países europeos. El periodo más fructífero fue el que se extiende desde 1833 a 1877. Las regiones que más crecieron fueron las insulares, las del litoral mediterráneo, Andalucía y Extremadura; en el norte el incremento fue moderado y en las dos Castillas y Aragón fue bajo, confirmándose la tendencia de despoblamiento del centro y repoblación de los litorales que ya se apuntaba a finales del XVII. La tasa de natalidad continuó muy elevada (en torno al 35 por mil) y la mortalidad descendió hasta el 28 por mil en 1902, pero no lo suficiente como para proporcionar un mayor crecimiento, puesto que las crisis de subsistencias no desaparecieron por culpa del atraso tecnológico, los bajos rendimientos agrícolas y la ineficacia del comercio y de la red de transportes para llevar los excedentes a las zonas deficitarias. Tampoco desaparecieron las epidemias, siendo la peor el cólera. La emigración exterior hacia América comienza a ser importante, y también la interior: del campo a la ciudad, aunque el llamado éxodo rural habrá de esperar al desarrollismo de la época del Calvillo.
La sociedad española del siglo XIX tiene su principal rasgo en las enormes desigualdades que se producían en todos los ámbitos, a causa de una injusta distribución de las fuentes de riqueza, sobre todo de la tierra. En relación con el Antiguo Régimen, desaparecieron los estamentos y los privilegios y apareció una sociedad de clases en la que la riqueza situaba a cada uno en su lugar, se estableció la igualdad ante la ley y se fue avanzando poco a poco en la consecución de las libertades individuales y en los derechos políticos. Pero las diferencias sociales eran enormes entre unas clases y otras. En cuanto a la relación entre población rural y urbana, ésta última no superará en número a la primera hasta 1950, cien años después, por ejemplo, que en Inglaterra. España continuó siendo durante el XIX un país eminentemente rural: el 75% aproximadamente de la población residía en los pueblos. Sólo cinco ciudades superaban los 100.000 habitantes: Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y Málaga.
La clase alta estaba constituida por los antiguos estamentos privilegiados: la nobleza, que mantuvo sus propiedades y se adaptó bien al régimen capitalista; el clero, que redujo sus efectivos a causa de la desamortización pero continuó ejerciendo una gran influencia sobre una sociedad aún muy apegada a la religión católica; y la alta burguesía, enriquecida gracias a las subastas de las tierras de la Iglesia y de los municipios, al despegue del sistema financiero y a la incipiente industria. Consolidado el régimen liberal, la burguesía deja de ser un grupo revolucionario, se hace conservadora (son los moderados) y pacta con los progresistas el mantenimiento del sistema.
Las clases medias, en el futuro llamadas a ser la mayoría de la población, pero aún no, se nutrían de los grupos urbanos: la burguesía media dedicada al comercio y las pequeñas empresas, los profesionales liberales, los burócratas, el llamado sector servicios en definitiva. También cuentan aquí los obreros cualificados y en el ámbito rural los medianos propietarios. Entre todos ellos apenas superaban el 15% de la población total. Fueron la base social de los liberales progresistas.
Las clases bajas agrupaban a más del 70%. Obreros industriales, aunque aún en escasa cuantía, y jornaleros y pequeños propietarios de tierras eran sus componentes. Ellos llevaron la peor parte de la transición al capitalismo pleno. Con salarios muy bajos, condiciones laborales inestables, sin derecho a participar en la vida política, desprovistos de cualquier sistema de protección ante el desempleo, la enfermedad o la jubilación, no tardarán en iniciarse agitaciones campesinas (sobre todo en Andalucía y Extremadura, castigadas por el latifundismo) y obreras (en las ciudades más pobladas) que fueron poniendo en marcha el movimiento obrero español a través de sindicatos y partidos socialistas. La conflictividad social marcará la historia española desde mediados del siglo XIX hasta estallar definitivamente con la II República y la Guerra Civil en 1936.
VI. 3. TRANSFORMACIONES EN EXTREMADURA DURANTE LA ETAPA ISABELINA. Extremadura inicia el reinado de Isabel II dividida en dos provincias, Badajoz y Cáceres, las de mayor superficie de las 49 (más tarde 50) que se crearon a finales de 1833. En los proyectos de división anteriores se dudaba si fijar las capitales en Mérida y Plasencia, pero finalmente se impusieron las ciudades más pobladas, Badajoz y Cáceres. Cada provincia se dividió a su vez en partidos judiciales, trece en Cáceres y catorce (entre ellos el de Fuente de Cantos) en Badajoz. En cada una de las dos capitales se estableció una Diputación (órgano de coordinación municipal), un Gobierno Civil y otro militar (instrumentos de control del gobierno central). La unión de las dos provincias creaba la región de Extremadura, y así figura ésta en los mapas, pero en realidad no existía más institución común a ambas que la Audiencia territorial de Cáceres. En definitiva, Extremadura desaparece como unidad administrativa operativa, lo cual dificultó el desarrollo de movimientos políticos y culturales de carácter regionalista.
La población extremeña se duplicó a lo largo del siglo XIX, pasando de 400.000 a 800.000 habitantes. Ello se debió al incremento de la natalidad y a la progresiva reducción de la mortalidad catastrófica, gracias a los avances en el control de enfermedades y a las mejoras higiénicas y sanitarias. El crecimiento demográfico fue mayor en los núcleos urbanos, y mayor también en la provincia de Badajoz. La ciudad más poblada era Badajoz, seguida de Cáceres, Plasencia y Mérida, aunque ninguna llegó a superar los 40.000 habitantes.
El mundo rural creció menos a causa de las repetidas crisis de subsistencia y a la incidencia del cólera.Las guerras carlistas afectaron también a Extremadura, dada su cercanía a Portugal, en donde se hallaba Carlos Mª Isidro, pero en mucha menor medida que a las provincias del norte de España. No hubo en Extremadura batallas propiamente dichas entre carlistas y liberales, pero sí partidas carlistas procedentes del país vecino y de La Mancha, Hacían incursiones en núcleos rurales, saqueos y extorsiones; llevaron la inquietud a la población, fastidiaron el comercio y causaron daños en las actividades productivas. Pero Extremadura nunca fue escenario principal en ninguna de las tres guerras civiles que hubo en este siglo.La revolución de 1840 que llevó al poder a Espartero tuvo una gran incidencia en Extremadura; la milicia extremeña apoyó de forma masiva al nuevo regente, se constituyeron juntas locales y provinciales y los liberales progresistas ganaron las elecciones. Desde entonces, en todas las poblaciones de la región hubo una división, a veces traumática, entre conservadores y progresistas, disputándose las alcaldías y concejalías. También fue casi unánime el apoyo popular extremeño a la revolución de 1854, y también entonces se crearon muchas juntas que reorganizaron las milicias y destituyeron a los antiguos dirigentes. La agitación social fue muy importante, con ocupaciones de tierras, sabotajes a las explotaciones y negativas a pagar impuestos, todo lo cual se acabó con la implantación de la ley marcial y la vuelta a la oposición del liberalismo progresista.
El gran problema de la economía extremeña era el sistema de la propiedad de la tierra, acaparada por la nobleza, la Iglesia y los Ayuntamientos en régimen de amortización. También había multitud de pequeñas propiedades, pero sin interés económico. Faltaban propiedades de tamaño medio y sobre todo faltaba darle solución al hecho de que la mayor parte de los campesinos no tuviese tierra alguna. Las desamortizaciones no solucionaron este problema. El régimen señorial desapareció y las tierras vinculadas también, e incluso creció la producción agraria, pero se consolidó el sistema latifundista: los compradores de las tierras desamortizadas a la iglesia y a los ayuntamientos fueron grandes y medianos propietarios, a menudo venidos desde fuera, que eran los que tenían medios para adquirir los lotes subastados, y además desaparecieron las tierras comunales de los ayuntamientos, que en pasado habían servido para dar trabajo a los que no tenían propiedades.
El problema social no hizo más que agravarse. Fue una de las épocas más negras de la historia extremeña, la de los caciques y los señoritos viviendo a costa de una legión de campesinos famélicos.Con todas sus deficiencias, la agricultura era con gran diferencia la actividad económica más importante de Extremadura.
La industria no había pasado del ámbito artesanal y apenas cubría las necesidades mínimas de material y utillaje agrícola. El desarrollo industrial no era posible en una región sin recursos naturales, sin burguesía y sin capitales. Ni aún hoy día puede decirse que la región se haya industrializado.
La minería, uno de los sectores clave del desarrollo económico español en el XIX, tampoco destacaba en Extremadura, mientras que el comercio se resentía del mal estado de las comunicaciones, los escasos intercambios con Portugal y una legislación atrasada. Alguna cosas se hicieron, mejorando la infraestructura viaria y ampliándose las ferias y mercados. Badajoz y Zafra cobraron impulso, y la frontera se animó un poco.
Las crisis agrarias o de subsistencias, agravadas por las cíclicas sequías y las plagas de cañafotes, fueron una constante entre 1834 y 1868. Las hambrunas, a su vez, provocaban desórdenes públicos, que convirtieron al campo extremeño en un auténtico polvorín social.