La crisis del S. XVII – Historia 2º Bachilletato-
Profesor: Felipe Lorenzana de la Puente
TEMA VII. LA CRISIS DEL SEISCIENTOS
VII.1. El declive demográfico y económico
VII.1.1. La crisis demográfica
A finales del XVI comienza una larga crisis que corta en seco el crecimiento demográfico y hace que España se sitúe con 7 millones de habitantes en 1700, un millón menos que un siglo antes. Aunque la crisis del XVII fue general en toda Europa, España la padece en mayor medida, tendrá unas repercusiones sociales y económicas muy importantes e impide mantener la exitosa política imperial desarrollada con los Austrias mayores. El XVII es, pues, el siglo de la decadencia o declinación de la monarquía hispánica.
Las causas del declive demográfico se relacionan con la mayor frecuencia con la que asolan a la península las crisis de mortalidad, así como otras circunstancias:
- V Mayor frecuencia y virulencia de los ciclos epidémicos (tifus, viruela, paludismo, fiebre amarilla y, sobre todo, la peste bubónica): destacan los períodos de 1597-1602, 1630, 1647-1652, 1676-1685.
- V Aumento de las crisis de subsistencia a causa del mal tiempo, plagas de cañafotes, guerras, etc.
- V Aumento de los conflictos bélicos en el interior, que restan efectivos a causa de los reclutamientos masivos y las muertes en el frente, pero que ante todo agravan la situación social y económica por los alojamientos de soldados, la destrucción del tejido productivo y de las infraestructuras, la interrupción del comercio y el descenso de la nupcialidad y de la natalidad. Extremadura, por ejemplo, es la provincia más perjudicada a causa del largo conflicto con Portugal (1640-1668).
- V La expulsión de los moriscos en 1609 supone la pérdida de unos 300.000 habitantes.
- V El aumento del número de clérigos y la crisis económica provocan un descenso de la natalidad.
Además del descenso del número de habitantes, la crisis tiene otras repercusiones:
- V Decadencia urbana: las epidemias se ceban con las ciudades y las medidas de aislamiento y la crisis agraria impiden su correcto abastecimiento. Sevilla, Burgos, Medina del Campo y otros importantes centros económicos inician su decadencia.
- V Decadencia de Castilla, sobre todo en su área central, que había sido el motor demográfico y económico de la monarquía. El litoral cantábrico y los reinos aragoneses son menos afectados y se recuperan antes. De esta forma, se altera la distribución territorial de la población, iniciándose una tendencia que llega hasta nuestros días: el centro tiende a despoblarse y las zonas litorales se revitalizan.
- V El descenso de la población tiene una incidencia directa en la economía, puesto que la menor oferta y demanda afectan negativamente a las actividades productivas y comerciales.
VII.1.2. La crisis ECONÓMICA
A- Crisis agraria
La agricultura española tenía problemas estructurales, como eran la escasa tecnificación, el exceso de propiedad amortizada y los privilegios que disfrutaba la ganadería trashumante a costa de los agricultores. A estas deficiencias se suman en el siglo XVII factores coyunturales negativos, como son el descenso demográfico (hay menos mano de obra disponible, por lo que aumentan los salarios y con ello los costes productivos, disminuyendo las rentas); además, el empeoramiento del clima (más sequías y también más lluvias torrenciales) y el aumento de las plagas hacen perder las cosechas y provocan crisis de subsistencias. Como remate, el aumento de la presión fiscal empobrece más aún al campo.
La crisis agraria conlleva el descenso de la producción (y con ello la escasez y la especulación de productos de primera necesidad) y el abandono de propiedades (lo que provoca a su vez la el despoblamiento de numerosas áreas rurales y el aumento de los latifundios).
B- Crisis industrial
Al igual que la agricultura, también la industria española presentaba deficiencias de carácter estructural que la hacían muy poco competitiva: una organización gremial arcaica que impide la mejora de la productividad, una falta de actualización tecnológica que hace muy pobres los rendimientos, la ausencia de mano de obra especializada y la manía de exportar materia prima (por ejemplo la lana) en lugar de transformarla y así evitar la importación de productos del extranjero. En el XVII la cosa de agrava debido a que el descenso demográfico y la crisis económica reducen el consumo y hacen aumentar los salarios, y con ello los precios.
C- Las dificultades del comercio
Cuando los sectores productivos y la población en su conjunto decaen, es evidente que el comercio también lo hace, puesto que su función es colocar la oferta productiva entre los consumidores. Si hay menos oferta y menos demanda, hay menos comercio. Además, el aumento de la fiscalidad encareció los artículos, las infraestructuras (caminos, puentes, puertos, etc.) empeoraron debido a las guerras y a la falta de recursos para repararlas y la decadencia urbana se llevó consigo numerosos mercados y ferias.
Además del comercio interior, también disminuye el comercio con Europa y con Indias debido, en el primer caso, a la menor influencia política que tendrá España en los asuntos internacionales, y en el segundo caso al descenso de las importaciones de metales preciosos (las minas se están agotando) y de las exportaciones de artículos desde España a causa por la crisis productiva y por la competencia de otros países, que desde el Tratado de Westfalia (1648) pueden acceder al mercado americano.
El Estado, por lo demás, era insensible a las necesidades de la industria y del comercio, y sólo muy tarde va a demostrar cierto interés por el incentivo de estas actividades, procurando informarse de su situación real y de las posibilidades de mejora. Con estas intenciones se creó en 1676 la Junta General de Comercio, aunque no se puede decir que su actuación cambiase radicalmente el panorama, ni siquiera en el siglo XVIII.
D- La crisis de la Hacienda pública
El Estado ve cómo disminuyen sus ingresos a causa de la crisis económica y cómo aumentan sus gastos por las continuas guerras en las que se ve envuelto. El resultado es el incremento de la presión fiscal, lo que no hizo más que agravar las dificultades económicas y sociales. De esta forma, se incrementa la cuantía de los impuestos existentes (sobre todo los millones), se piden donativos continuamente, se crean nuevos impuestos como el papel sellado para todos los documentos oficiales, las lanzas para que pague la nobleza, el impuesto sobre la sal y el tabaco, y se procede a la venta de oficios públicos (escribanos, tesoreros, regidores, etc.) y de jurisdicciones (pueblos que pasan a depender del señor que los compra).
No siendo todo ello suficiente, la Hacienda recurre a la devaluación de la moneda y a la solicitud de más préstamos para conseguir más recursos. El aumento de los juros y de los asientos sirvió, de paso, para enriquecer a los banqueros y desviar un montón de dinero que podría haber ido hacia actividades productivas. Cuando el Estado estaba hasta el cuello de deudas, no tenía otro remedio que decretar la bancarrota (hubo cuatro a lo largo del siglo) y renegociar las deudas con sus acreedores.
E- Efectos generales de la crisis económica
- Desplazamiento del dinamismo demográfico y económico del centro hacia la periferia. La Corona de Aragón y las zonas litorales en general se recuperan antes.
- Extensión del señorío (gracias a las ventas de jurisdicciones) a costa del realengo.
- Empobrecimiento de la población, aumento de la mendicidad y de la conflictividad social.
- Fortalecimiento de los municipios y de las Cortes, puesto que la Hacienda dependía de ellos para incrementar los impuestos y para recaudarlos.
VII.1.3. La crisis SOCIAL
La crisis del XVII se dejó sentir en todas las capas sociales, si bien, como es habitual, tuvo más incidencia en los grupos con menos recursos y menos influencia política.
A- La nobleza
Le afectó menos la mortalidad catastrófica porque tenía más recursos para hacerle frente: posesiones rurales a las que huir de la peste, cosechas propias con las que abastecerse, el privilegio de no tener que alojar soldados y las muchas excusas que ponía para no tener que ir a la guerra. No obstante, disminuyen sus rentas al decaer la producción agraria, subir los salarios e incrementarse la fiscalidad (sobre todo lanzas y donativos). Buena parte de la nobleza sobrevive gracias al mayorazgo, que no puede vender pero sí hipotecar en los momentos críticos. Su influencia política se mantiene e incluso aumenta, sobre todo en los ayuntamientos, gracias a la adquisición de los lugares y las regidurías que el rey ponía en venta; los ayuntamientos importantes quedan en manos de la aristocracia. El rey también vendió hidalguías, hábitos de órdenes militares y títulos nobiliarios, por lo que el número de nobles aumentó.
B- El clero
También aumenta el número de clérigos, puesto que el estamento eclesiástico (exento de impuestos y con la comida asegurada) se convierte en un refugio en momentos de crisis. En estos momentos en los que la muerte está tan presente aumentan las devociones, la iglesia refuerza su autoridad moral y consigue que se incrementen las donaciones. Las órdenes religiosas continúan su expansión, los conventos florecen como hongos y las Cortes piden que se ponga freno a todo ello, pues no estaban los tiempos como para mantener a tanto personal inútil.
C- La burguesía
Fue la gran perjudicada por una crisis que se ceba en las actividades productivas, mercantiles y financieras, aquellas en las que invertía tradicionalmente la burguesía. Su comportamiento le acerca cada vez más al estamento nobiliario: se interesa por actividades económicas más seguras y menos productivas, como la compra de tierras y de deuda pública, adquiere títulos nobiliarios y oficios de regidores y se obsesiona por ascender en el escalafón social y lograr influencia. Esta actitud se conoce como traición de la burguesía.
D- Los grupos populares
Son los grandes afectados por la mortalidad catastrófica y por el descenso de la calidad de vida. El siglo XVII ve subir como la espuma el número de pobres, bandidos y desplazados. Como es lógico, el descontento incentiva a rebelarse contra el poder, por lo que aumenta la conflictividad, sobre todo en las ciudades, y la maquinaria represora del Estado tiene que ejercitarse para garantizar la supervivencia de un orden de cosas que tan sólo beneficiaba a los estamentos privilegiados.
En definitiva, la crisis del siglo XVII tuvo como efectos principales en la sociedad el aumento de las desigualdades y de los grupos ociosos.
VII.1.4. Arbitrismo y conciencia de decadencia en el Siglo de Oro
Curiosamente, la edad dorada de la cultura y el arte (el Siglo de Oro) coincide con una pésima coyuntura social y económica (el Siglo de Hierro) y con el inicio de la decadencia de España como potencia mundial. A estas desgracias se une el mal gobierno, el aislamiento cultural y científico del país por culpa de la censura que imponía la Inquisición y la falta de renovación de las estructuras educativas, dominadas por el clero. De la decadencia de España eran perfectamente conscientes los contemporáneos, y entre éstos se hallan los arbitristas, escritores versados en las cuestiones económicas que hacen un diagnóstico de la situación, denuncian las causas de la crisis y exponen los remedios que creen más adecuados para salir de ella, remedios que habitualmente pasaban por la aplicación de un medio o arbitrio que milagrosamente lo resolvería todo.
Son auténtica legión los arbitristas españoles del siglo XVII; los más conocidos son González de Cellórigo, Fernández de Navarrete, Caxa de Leruela, Sancho de Moncada y Martínez de Mata. Sin olvidar la crítica política a la que también se aficionaron conocidos escritores como Quevedo o Barrionuevo.
Los arbitristas entendían que la decadencia de España era el resultado de los errores del gobierno. No cuestionaban el modelo de Estado ni la autoridad del rey, pero criticaban abiertamente a los ministros, regañaban a los grupos privilegiados (por su escasa aportación productiva y el lujo en el que se movían) y pedían un cambio de rumbo en asuntos concretos como la política exterior, que estaba arruinando el país, la deuda pública y, sobre todo, la fiscalidad. En resumen, los problemas que más les preocupaban eran los siguientes:
- ! La dispersión de las riquezas procedentes de Indias: no se destinaban a actividades productivas, sino al pago de las deudas con los banqueros europeos, con lo que se beneficiaba a los enemigos de España.
- ! Los factores que impedían el desarrollo de la industria y el comercio: defienden soluciones de tipo mercantilista y proteccionista que favorezcan las exportaciones y limiten las importaciones.
- ! El incremento de las actividades no productivas: la deuda pública, la compra de títulos y jurisdicciones, el lujo, la creación de mayorazgos, etc. desviaba el dinero de las actividades generadoras de riqueza y empleo, que son la agricultura, la industria y el comercio.
- ! El empobrecimiento y la polarización de las diferencias sociales: los arbitristas veían con preocupación la desaparición de las capas medias de la sociedad.
- ! El embrollo fiscal: los impuestos son muchos y perjudican a los sectores productivos. Se solicita simplificar todos los impuestos en uno solo (unos apuestan por la sal, otros por la harina, etc.), que tenga carácter universal (es decir, que lo paguen todos).
vII.2. el gobierno de la monarquía y los conflictos internos
VII.2.1. LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS Y LOS CONFLICTOS INTERNOS
La población morisca había venido padeciendo durante el siglo XVI un paulatino empeoramiento de su situación. Sus propiedades eran confiscadas, sus costumbres prohibidas (lengua, indumentaria, religión), y la obsesión por la homogeneización religiosa les convertía en frecuente objetivo de la Inquisición. El rechazo a esta situación motivó la sublevación de los moriscos de la comarca granadina de las Alpujarras en 1568, a la que siguió una durísima represión y su dispersión por todo el reino. El problema no se solucionó. Al contrario que los judeoconversos, que hacían todo lo posible para borrar su pasado e integrarse en la sociedad cristiana, los musulmanes se resistían a perder su identidad. La presión de la Iglesia, el peligro que representaba el imperio turco (se pensaba que los moriscos españoles habían solicitado su apoyo), la incapacidad para asimilar a las minorías y la necesidad de contentar a un pueblo acechado por las calamidades (epidemias, hambrunas) convirtió a los moriscos en el chivo expiatorio perfecto. Felipe III decidió en 1609 su expulsión de España, lo que afectó a unos 300.000 individuos. Los efectos fueron desastrosos para el país, no sólo desde el punto de vista demográfico sino también económico, pues los moriscos eran una mano de obra barata y de calidad en el campo, especializada en las técnicas de regadío. Las áreas más afectadas fueron Valencia (que perdió la tercera parte de su población), Aragón y Murcia.
El siglo XVII fue un periodo especialmente conflictivo para España. A la preocupación por la suerte del imperio más allá de nuestras fronteras se añade ahora la crítica situación interna: la crisis demográfica y económica y la elevación de la presión fiscal tenía a todas las capas sociales cabreadas, sobre todo al campesinado y a la población urbana, víctimas de los recaudadores de impuestos, de las devaluaciones monetarias, de las pestes, de las levas militares, de los alojamientos de soldados, de la escasez, del desabastecimiento, de la especulación y de la corrupción de los gobiernos locales, dominados por los regidores perpetuos, los poderosos del lugar, que no solucionaban estos problemas, más bien los agravaban. Como consecuencia, a mediados de siglo una oleada de revueltas populares se extendió por todo el país, especialmente en Andalucía. Además, los intentos de reformar el Estado, que seguía siendo una herencia de los Reyes Católicos, provocó el enfrentamiento con los reinos peninsulares periféricos, con lo que la guerra se trasladó a casi toda España y agravó aún más la situación social y económica. De esto último nos ocuparemos en los capítulos siguientes.
VII.2.2. El GOBIERNO DE LA MONARQUÍA. REYES Y VALIDOS
Tres son los monarcas que ocupan el siglo XVII, llamados los Austrias menores, no por ser más bajitos que los anteriores, sino porque tuvieron menos dotes para el gobierno. Fueron Felipe III (1598-1621), su vástago Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700), el único hijo (y el más tonto) que le sobrevivió A ellos, sin embargo, no cabe achacarles todas las desgracias que sufrió el país, más bien fueron una parte del problema.
La despreocupación que mostraron los reyes por el gobierno, así como la complejidad cada vez mayor de la administración central, explican la existencia del valimiento. Los validos eran personas de absoluta confianza de los reyes, sus favoritos, en quienes delegaban todas las tareas que comportaba gobernar a diario una monarquía tan extensa como diversa. No era preciso que ostentasen un cargo, no eran primeros ministros ni presidían los Consejos; su autoridad, que era total, se basaba únicamente en la amistad con el rey. Pertenecían habitualmente a la alta nobleza, quien vio de esta forma revalorizada su relación con el poder. Todos los reyes tuvieron validos: Felipe III confió en el duque de Lerma, Felipe IV en el conde-duque de Olivares y después en el duque de Haro; Carlos II, incapaz para gobernar, tuvo como validos al padre Nithard, a Valenzuela, a D. Juan José de Austria, al conde de Oropesa, etc. Lerma y Olivares fueron los más conocidos y los que más tiempo estuvieron en el poder; el segundo puede considerarse, además, como la figura política de mayor relieve en la España del XVII. Pero no fueron figuras populares, antes al contrario, concitaron toda la oposición y la crítica de quienes les consideraron responsables directos de los males del país. Las tortas que no se llevaron los reyes, que eran intocables, se las llevaron los validos, casi todos los cuales fueron cesados por los mismos monarcas que los encumbraron cuando la situación política empeoraba y era necesario que alguien pagara los platos rotos.
Además del valimiento, otra novedad en el gobierno de la monarquía fue la proliferación de Juntas, comisiones formadas por un número reducido de políticos (miembros de los consejos, a veces también de las Cortes, y personas de confianza del rey y de los validos) que se constituían para entender de asuntos concretos. Aunque les quitaron funciones a los Consejos y eran más ágiles en la toma de decisiones, no llegaron a sustituirlos y aquellos continuaron siendo los órganos de gobierno básicos.
Las continuas exigencias fiscales del gobierno implicaron el reforzamiento de quienes podían garantizar el cobro de los impuestos, los municipios, y de la institución que los representaba y tenía capacidad para votar nuevos impuestos y servicios, las Cortes. Los ayuntamientos acabaron siendo un coto reservado a la nobleza local, que adquirió los oficios de regidores (puestos a la venta por el rey para conseguir dinero extra) y se perpetuó en ellos. Es decir, que a cambio de su colaboración con la monarquía obtuvieron mayores cuotas de poder, pero también se alejaron más y más de la sociedad. En cuanto a las Cortes, eran convocadas con mayor frecuencia y fueron el órgano más crítico con el gobierno; los servicios que concedían iban acompañados de condiciones encaminadas a reforzar el poder de las ciudades, pero también a cortar los abusos del poder e intentar mejorar los destinos del país. Se convirtieron en una institución incómoda para los reyes, quienes intentaron librarse de ellas. De hecho, casi todas las Cortes de los reinos peninsulares, entre ellas las de Castilla, dejaron de ser convocadas en el reinado de Carlos II.
El gobierno de los distintos reinos de la monarquía continuó igual. Castilla era la que más aportaba al sostenimiento del imperio; Portugal, los reinos aragoneses y los territorios europeos ligados a España seguían manteniendo sus instituciones y sus propias leyes, bastante más limitadoras para el poder real que las de Castilla. Olivares intentaría cambiar esta situación con la Unión de Armas, pero los resultados fueron lamentables:
VII.2.3. LA UNIÓN DE ARMAS Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA
El conde duque de Olivares planteó una profunda reforma del Estado con la idea de solidarizar entre todos los reinos hispanos la carga que suponía el imperio, que descansaba sólo en las espaldas de los castellanos, angustiados por la crisis más que los otros y sin la energía que tenía antes para continuar el esfuerzo en solitario. Ello no podía hacerse sin antes simplificar la administración del Estado y salvar las diferencias que había en las leyes que regían en los distintos reinos, en virtud de las cuales el rey tenía mucha autoridad en Castilla (donde solicitaba y conseguía servicios sin muchas trabas legales, aunque fuera cediendo poder a las ciudades y a las Cortes), pero bastante menos en Aragón, donde los mismos servicios le podían ser negados. El objetivo final era lograr una monarquía compacta y unida que pudiera hacer frente con garantías a sus muchos enemigos externos.
El proyecto se llamó Unión de armas, y las acciones concretas que perseguía eran esencialmente dos:
- – Distribuir los gastos del ejército (dinero y soldados) entre todos los reinos de acuerdo con los recursos reales que tenía cada uno. Olivares pensaba que la Corona de Aragón y Portugal podían aportar mucho más. A cambio, sus naturales accederían a los cargos públicos, hasta ahora reservados a los castellanos.
- – Adecuar paulatinamente las leyes de aquellos reinos a las castellanas, simplificando así el enorme embrollo jurisdiccional de la monarquía hispana y dando más posibilidades al rey para intervenir en los asuntos de todos los reinos. El proyecto, pues, era claramente centralizador.
Pero las dificultades que hallaba el proyecto eran, lógicamente, enormes:
- – La crisis económica dificultaba elevar los impuestos y reclutar más soldados en toda España.
- – Aragoneses y portugueses desconfiaban de los castellanos (y especialmente de Olivares), a quienes consideraban los grandes beneficiarios políticos y económicos del imperio.
- – No querían renunciar a sus ancestrales fueros, que hasta ahora habían evitado una mayor carga fiscal y el mangoneo de los reyes en sus asuntos.
Las resistencias motivadas por la aplicación de la Unión de Armas produjeron la peor crisis interna que tuvo la monarquía durante todo el Antiguo Régimen:
- a- La Revolta catalana (1640-1652): Hacía tiempo que los catalanes esperaban la ocasión para enfrentarse a Castilla. La lista de agravios eran amplia, y se incrementa ahora con nuevos episodios: los catalanes se resistían a combatir fuera de su tierra, las tropas castellanas estacionadas en Cataluña cometieron varios abusos, Olivares desoía sistemáticamente las quejas de sus Cortes y de la Generalitat y en represalia dejaron de recaudarse los pocos tributos que Cataluña aportaba al Estado. En 1640, campesinos (segadors) llegados de todas partes se alzan en armas contra el ejército provocando el corpus de sangre en Barcelona. La guerra abierta entre Cataluña y el gobierno central se complica cuando Francia, siempre deseosa de perjudicar los intereses de España, acude en apoyo de los catalanes. Finaliza con la rendición de la capital en 1652 y el compromiso de Felipe IV de respetar en adelante los fueros.
- b- La guerra de independencia de Portugal (1640-1668): Portugal no tardó en advertir los inconvenien-tes de su unión a España. La nobleza y la burguesía no hallaron las ventajas comerciales que esperaban, el pueblo se quejaba de la presión fiscal y se temía que la monarquía, cada vez más debilitada, no pudiera garantizar la integridad de las posesiones coloniales portuguesas. Aprovechando la revuelta catalana, las Cortes lusitanas reconocieron al duque de Braganza como rey de Portugal (Juan IV) y proclamaron la independencia en 1640. Madrid, acuciado por otros frentes abiertos en Europa y Cataluña, no prestó demasiada atención a la guerra, enviando a ella un corto ejército dirigido por oficiales corruptos e incompetentes que asoló Extremadura, en cuya frontera se desarrollaron los combates, causándole mucho más daño que los ataques portugueses. Cuando se quiso reaccionar a finales de los años 50 ya era demasiado tarde. Lo único positivo que obtuvo Extremadura fue que, gracias a su esfuerzo en la guerra, consiguió el voto en Cortes y el estatus de provincia en 1652.
- c- Conspiraciones separatistas en Andalucía, a cargo del modorro del duque de Medina Sidonia, y en Aragón, protagonizada por el duque de Híjar. No tuvieron apenas repercusión popular, pero aportaron nuevos elementos de inquietud en territorios que se consideraban sólidamente unidos a la Corona. En toda Castilla, además, como ya vimos, se produjeron múltiples rebeliones locales causadas por la subida de los impuestos y el desabastecimiento.
VII.3. LA POLÍTICA EXTERIOR
El esfuerzo español por mantener su hegemonía en Europa llega al límite de sus posibilidades a comienzos del siglo XVII, se mantiene a duras penas durante las décadas siguientes, en las que el país se ve envuelto en uno de los peores conflictos continentales, la Guerra de los Treinta Años, y finalmente tendrá que renunciar a dicha hegemonía a mediados de siglo. El imperio se mantiene, aunque con mermas, y España continuará siendo una potencia, pero ya no volverá a desempeñar el liderazgo mundial.
VII.3.1. FELIPE III Y LA TREGUA CON EUROPA
En comparación con la política exterior seguida por su padre y por su hijo, la de Felipe III puede considerarse pacifista. Rey de escaso espíritu marcial, y consciente de que el país necesitaba un respiro, llegó a una tregua en 1609 con los Países Bajos, el territorio de la monarquía más conflictivo, al que se le concedió una amplia autonomía, que duró hasta 1621. Los nuevos monarcas instalados en Francia y en Inglaterra, que sustituyeron a Enrique IV e Isabel I respectivamente, acérrimos enemigos de España, también facilitaron las cosas y las relaciones con ambos países fueron más o menos cordiales a cambio de algunas concesiones comerciales.
VII.3.2. FELIPE IV Y LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS
En 1618 comienza una contienda originada inicialmente entre Austria, cuyos emperadores estaban ligados a la dinastía española, y los príncipes alemanes protestantes. La intervención de Francia en favor de estos últimos motivó la entrada de España en un conflicto que se extiende hasta 1648, en el cual también tuvo como enemigos a Holanda, Suecia e Inglaterra, y que es conocido como la Guerra de los Treinta Años. Tras un reinado pacífico, el de Felipe III, Olivares consideró que España no podía permanecer ajena a la guerra europea, pues en ella se jugaba su reputación, su hegemonía y la defensa de la religión católica.
España y sus aliados consiguieron al principio resultados favorables (tales como la rendición de Breda en 1626, plasmada por Velázquez en su cuadro conocido como Las Lanzas) y hasta se firmaron nuevas treguas con Francia e Inglaterra, pero la depresión económica agotaba los recursos y las cosas se torcieron en la segunda mitad de los años 30. La derrota naval en las Dunas (1639) y la de los antes invencibles tercios en Rocroi (1643) determinaron la derrota de España, reconocida en el Tratado de Westfalia (1648) que puso fin a la guerra. Por él se independizaron los Países Bajos, se concedieron ventajas comerciales a Inglaterra en el comercio con América, se impuso la tolerancia religiosa en los territorios del Imperio y éste se separó de Austria y se fraccionó en principados independientes. Años después, por el Tratado de los Pirineos (1659) se cedieron los territorios fronterizos del Rosellón y la Cerdaña a la Francia del rey Sol, Luis XIV, el nuevo jerifalte de Europa.
VII.3.3. CARLOS II Y EL FIN DE LA DINASTÍA
La debilidad de la monarquía en todos los ámbitos motiva la retirada de España de los conflictos europeos en el reinado de Carlos II, periodo en el que el país ve acrecentar sus desgracias por la ausencia de liderazgo y las incertidumbres sobre el futuro de la dinastía, pues el rey ni reinaba ni tenía descendencia. A la independencia de Portugal en 1668 sigue una serie de fracasos con Francia, quien ocupa el Franco Condado y varias ciudades de Flandes. España pasa a ser una potencia de segundo rango.
Durante el reinado del último de los Habsburgo españoles, Carlos II el Hechizado, así llamado por creer que era cosa de Satanás su fragilidad física, mental y sexual, se produce, sin embargo, una leve revitalización de la economía. Las epidemias tienen menos virulencia, las guerras internas desaparecen y la presión fiscal se suaviza gracias a los menores gastos militares, lo que permite una lenta mejora de la producción y de las condiciones de vida. Como ya señalamos, la Corona de Aragón y, en general, las provincias litorales se recuperan con mayor vigor que Castilla, que aún tardará en levantar cabeza. El gobierno del país, confiado a regentes y validos, además de acabar con las Cortes, tuvo entre sus escasos méritos racionalizar la recaudación de los impuestos, mejorar las relaciones con los municipios e iniciar una tímida política de fomento (Junta General de Comercio,1676).
Carlos II muere a finales de 1700 sin dejar herederos directos y con las potencias europeas cavilando cómo merendarse el imperio español; dos sobrinos suyos eran los candidatos a sucederle: el archiduque austriaco Carlos de Habsburgo, hijo del emperador, y el nieto de Luis XIV de Francia, Felipe de Borbón. El testamento de Carlos II (y no las Cortes, que debían haber sido llamadas para que la decisión fuera totalmente legítima) estableció la llamada al trono de Felipe, provocando una guerra civil entre sus partidarios y los del archiduque, así como una nueva guerra europea iniciada por Austria y secundada por Holanda e Inglaterra, quienes veían un auténtico peligro para el equilibrio europeo la posible unión entre España y Francia, amigos ya al fin (aunque no para siempre) por quedar emparentadas sus respectivas casas reinantes.